domingo, 23 de febrero de 2014


Potrero  junto al Panteón de la Blanca

viernes, 21 de febrero de 2014

Caballo Prieto Azabache Pelicula Completa Parte 1





Estas películas podías verla en el Cine de Vito Pelón, allá en los años sesenta. El cine no era más que una pared encalada de blanco. Unas filas de asientos de madera desde donde disfrutabas la película, que por supuesto, de días antes ya se había anunciado a través de las bocinas. El que pasaba las cintas era mi tío Antonio Enriquez, esposo de Elvia García García. Él se encumbraba en una torre de madera frente a la pantalla encalada, prendía el equipo de proyección y comenzaba la función.

juan guerrero(los tigres del norte)





En los años sesenta, en las bocinas de La Blanca, canciones de este tipo anunciaban que un día nuevo sucedía y que fulana de tal había matado cochino, o tenía carne de res, y que pasaran por su "cochito". Que tenían queso fresco. Todavía no se anunciaban las tortillas, porque éstas se echaban a mano, y los molinos que existían eran para moler el maíz, que luego las mujeres, con la masa conseguida hacían memelas y totopos.

CORNELIO REYNA (ME CAI DE LA NUBE)

Nereida de danzón

LAS BODAS EN LA BLANCA


Samuel Pérez García


Iglesia de La Blanca, casi enfrente estaba la cantina de doña Licha
Atrás de la Iglesia está la escuela primaria Ricardo Flores Magón.


Las bodas me gustaron cuando era niño porque comías un estofado de res, dulzón y sabroso, servido en molcajetes de barro. Porque los adultos podían bailar al son de la Marimba de Felipe Robles o de algún orquesta traída de Ixtaltepec o de algún lugar cercano.
Me gustaba porque no había salón especial, sino que para eso servía la calle o el patio de quien festejaba. En el lugar elegido, se colocaba una enramada de palma, fresca y olorosa. El piso de barro bien regado, donde los bailadores sacaban sus mejores pasos, que en aquella vez no había mucho que dar a conocer. Y aunque a la ciudad ya había llegado la onda del hanky panky, de la música a gogó, en La blanca todavía seguían escuchando las rancheras de Cornelio Reyna. “me caí de la nube más alta/ como a veinte mil metros de altura”…
En esa época se colocaban las sillas a la orilla de toda la enramada; de un lado las mujeres solteras y de otros los galanes. Era cuestión de echarle el ojo alguna para sacarla a bailar, que si te aceptaba, se podría decir que ya estaba todo, lo demás era cuestión de espera y oportunidad.
Conquistada tu pareja, o bien te daban permiso, o bien te la llevabas al río. Si sucedía lo último, luego mandabas a tu chagoola, una especie de padrino que anunciaba lo ocurrido y frente al hecho, no había más que tronar los cuetes, o pagarla como sucedía a veces. Pagarla no era que la compraras, sino que era el precio de la dote por habértela llevado sin consentimiento de la muchacha, o bien porque ella ya se hubiera arrepentido.
Volviendo al caso de la enramada puesta y arreglada, la música de marimba ponía todo su repertorio al servicio de los convidados, quienes comían y recibían una o dos cervezas. Si querían más tendrían que conseguirlas con las famosas taberneras o venteras, o tal vez irse con José “La Picha” o con doña “Licha”. José vivía ahí en la calle Hidalgo, casi junto a donde un día vivió mi tía Anastasia Toledo García, casa que ahora ya no es de ella, sino de don Chano Ríos Antonio y su esposa Adelfa Pérez. Doña Licha tuvo su puesto de cerveza casi frente a la escuela primaria Ricardo Flores Magón.
Asimismo, eran estas venteras las que vendían tu cartón de cerveza con la cual te tenías que presentar en la fiesta, una especie de obsequio otorgado a los convidantes. Si eras convidado, entonces, había una mesa de recepción a donde pasaban los convidados a dar su aportación económica para los novios. Él o los de la mesa llevaban un cuaderno donde iban anotando el nombre del aportador y la cantidad entregada. Cuando el convidado celebrara alguna fiesta, entonces el que ahora recibía tenía que devolver ese obsequio. Así se estilaba en aquellos años sesenta en La Blanca.
Al sonar la marimba de Felipe Robles, una música de Nereida se dejaba escuchar y los bailadores se presentaban frente a las muchachas para invitarlos a bailar. Si aceptaban se podía tomarlas de la mano para llevarla al centro de la pista: ya en el ruedo, rodearle la cintura y empezar a girar al ritmo de la melodía, como si la única superficie fuera un cuadrado reducido.
Uno de los sucesos más notables de esa boda era el baile del mediu zhiga (jícara en zapoteco), que consistía en que las mujeres salían a bailar con un cantarito en la cabeza, a cuyo fin de la pieza lo azotaban contra el piso. No sabía que simbolizaba eso en aquel tiempo, sino hasta ahora: a los convidados que  aportaron dinero a la mesa se le entrega un cantarito, cuando suena el son con el cual se baila, salen las mujeres bailando, pero no deben permitir que les rompan su cántaro, porque entonces tendrán que volver a cooperar. Una vez termina el baile, las mujeres rompen su cantarito al pie de los novios como signo de parabienes que se les desea a los novios.

Me gustaba porque mientras ellos bailaban nosotros jugábamos a lo que fuera, o simplemente a comer las empanadas de leche o las regañadas que afuera de la boda vendían, porque los hombres, en tanto, tomaban sus cervezas. También hacían dulce de coyol, o de limones o chilacayota, de todo se podía encontrar en una fiesta de La Blanca.
La última boda a la que asistí siendo niño fue cuando se casó mi maestra Gema Nolasco, y de esa fiesta recuerdo que Leticia Robles, la hija de Felipe Robles, el marimbero, que creo que todavía vive, leyó el famoso epitalamio. En aquel entonces yo ya andaba, creo, en el tercero de secundaria, pero no en La Blanca, porque antes no había ese nivel de estudios en el pueblo, sino en el lejano Puerto México, pero en las vacaciones siempre llegábamos con mi madre, doña Flavia García, a limpiar la casa y pasar unos días en este pueblo, donde quedó enterrado mi ombligo.