LA
BLANCA DE AQUEL ENTONCES.
Samuel Pérez García.[1]
Don Emeterio iba y venía con la pachita de tigre bajo el brazo. Se paraba
en una esquina. Miraba hacia el cielo como suponiendo que fuera a llover,
aunque hubiera un sol intenso. Paraba a quienes querían escuchar la historia de
Valentín de Dios, un muchacho de ese pueblo asentado a las faldas de una
serranía azulada del istmo oaxaqueño.
-Yo lo viví y por eso lo debo contar, decía don Emeterio y comenzaba su relato...
Cuando Valentín de Dios despertó, el lucero madrugador estaba en el lugar de
siempre. Desde su catre, miró la luna por un claro de la pared. Soñoliento aún,
recordó que en el sueño una mujer desnuda lo llamaba desde el lindero de su
potrero. Era de una cabellera negra y larguísima, resplandeciente con el sol
del mediodía. Varias veces le llegó ese mismo sueño durante toda la noche, y
con las mismas, despertó sobresaltado, inundado por un desasosiego, que no se
le quitó ni en la vigilia. La voz de su nana llamándolo a merendar, le
desapareció la visión.
Apenas comió esa vez. Apuró brevemente dos tazas de café recién hervido,
se colgó al hombro su morral de memelas, el machete y el pumpo con agua. –Hoy
vengo temprano, nana –dijo al traspasar el umbral de la casa. Y se fue hacia el
sur, por la vereda del río, camino a la milpería. Muy adelante, al pasar bajo
la sombra de unos amates, sintió un escalofrío sobre su espalda. Miró hacia
arriba y vio los luceros mecerse en el firmamento. La tranquilidad de la madrugada
volvió a inquietarlo incisivamente.
Durante toda la mañana se dedicó a la faena. Concentrado en su deber, no
sintió que el sol le fue ganando terreno. Y no se hubiera dado cuenta, si no
fuera por un siseo, que como arrastre de culebra, le pareció oír en intervalos. Volteó por donde creyó escucharlo, pero no
vio nada. Es idea mía –pensó. Siguió cortando el monte, mojándose del sudor que
le resbalaba por la frente y los brazos, humedeciéndole su camisa de popelina blanca.
Cuando creyó haber dado la última tarascada, hizo un descanso breve.
Levantó su vista hacia el sol y se quedó momentáneamente enceguecido. En eso
oyó de nuevo el lejano siseo, pero ahora más intermitente. Mantuvo abierto los
ojos como para cerciorarse de que no dormía, que todo era producto de la
imaginación y la resolana. El siseo siguió insistente, trastornándolo. Quiso
aguantar un poco más la tentación de voltear, pero ésta lo ganó. Giró en media
vuelta por donde el sonido provenía. Lo que vio casi lo derrumba.
Una mujer desnuda, parada en el límite de la cerca,
lo llamaba. Una cabellera negra y larga le bajaba hasta las caderas redondas,
semiocultas entre los espinales. Con el sol, la piel blanca fulguraba como las piedras lisas en medio del camino.
Ella extendió los brazos en franca invitación. Él apenas lo percibió entre su
asombro y el sopor. Sorprendido como estaba, Valentín de Dios cerró los ojos
como para percatarse de que lo visto únicamente era el recuerdo del sueño
anterior. Pero el siseo siguió hostigándolo. Lo oía como los quejidos de una mujer en clímax. Oyó también el volar
de las calandrias y el piar incesante que hacen al construir sus nidos. Eso
creía, cuando abrió los ojos de nueva cuenta. Y entre la confusión y la
somnolencia, dio el primer paso en busca de la mujer, que dejaba asomar por
entre los bejucos, sus erguidos pechos.
Rumbo a su encuentro con ella, Valentín de Dios sintió que su cuerpo se
aflojaba y que la distancia se acortaba más y más. A casi un paso de la mujer,
le pudo notar el nerviosismo de sus pezones, que relucían entre el ramal y la
hojarasca. Él estiró sus manos, temblorosas ante el inminente roce. Clarito
sintió cómo la fue acariciando, cómo le revoloteó los cabellos que se dejaron
atrapar entre sus manos ásperas. Cuando la mujer le dio la espalda, Valentín de
Dios conoció la suavidad de sus caderas en el arco de su entrepierna. Para ese
instante su respiración comenzó su cabalgata brusca, intensa. Aspiró el aroma de monte y perejiles, que
ella le ofreció bajo la sombra de unos tamarindos. Y se grabó en la memoria, la
sonoridad de su risa: sus quejidos como de gata en brama bajo la luna llena.
Valentín de Dios ignoró el tiempo que pasó al lado
de la mujer. Tampoco se dio cuenta, si caminó alguna distancia, pero el día que lo encontraron,
apareció por los cerros que están al norte del poblado. Llegó sin huaraches y
sin camisa, lleno de rasguños en el cuello y en el pecho, ardiente por una
calentura que lo mantuvo en cama durante varios días. Dicen que en sus últimos delirios, lo
acompañó una sonrisa larga y dulce, que ni el padre Miguel pudo desbaratar con
sus oraciones.
Un día de esos, mientras duraba en cama, como a la
media noche, don Emeterio dijo haber visto salir de la casa del enfermo a una
mujer de cabellera larga y negra. Le llamo la atención por la túnica blanca que
vestía. Caminaba a saltitos, como si en lugar de pisar la tierra, la
sobrevolara. La pudo ver porque la luna esa noche estaba llenita, con una luz
tan intensa que alumbraba todos los agujeros, hasta los del alma.
-“Verdad de Diosito lindo que no estaba borracho. Así como se los cuento,
así la vi”. Les decía a los demás durante el velorio y los días por venir, como
para que le creyeran la versión del acontecimiento sucedido en La Blanca de aquel entonces.
[1] El autor es Maestro en
Filosofía. Escritor de cuentos y poeta. Profesor de la Universidad Pedagógica
Nacional, Unidad 305 en Coatzacoalcos. Nació en La Blanca, municipio de Santo
Domingo Ingenio, Oaxaca.