domingo, 23 de junio de 2013

DE LA BLANCA Y PUERTO MEXICO: PARA RECORDAR

Visiones


 Iglesia antigua de Puerto México (Coatzacoalcos) hoy derruida

El nombre
Lo que mi memoria todavía retiene es una vía larga que desembocaba en una casa de dos aguas igual de extensa, que era la estación del tren. Era 1960 y mi madre me trajo a vivir a un vecindario del callejón Z-1, en la colonia Esfuerzo de los Hermanos del Trabajo. De ese lugar me grabé la sombra fresca de los árboles y el constante silbato de un tren, que parecía un viejo camión rodando por un camino empedrado.
Antes de partir de La Blanca, municipio de Ingenio Santo Domingo, Oaxaca, pueblo de donde soy originario, oí a mi madre decirle a la vieja abuela, Virginia Toledo: me voy a Puerto. No dijo voy a Coatzacoalcos. Todavía puedo ver en los ojos de mi abuela, la tristeza  que da cuando los hijos se van; al tiempo que recuerdo aquella mención de un lugar desconocido, en el que, sin saber aún, me estaba embarcando hacia la ciudad que no abandonaría nunca, pese a mis esporádicas salidas.
Luego, durante muchos años, quienes llegaban o se iban, decían: venimos a puerto o me voy del puerto.
Así, aunque desde 1936 el nombre oficial, Coatzacoalcos, se recuperó otra vez, pienso y digo Puerto México. Un nombre más musical que el oficial. Con menos significado que la tierra donde se escondió la culebra (Coatzacoalcos). Dos palabras que aprendí a querer desde principios de los años sesenta del siglo XX.

De La Blanca al puerto
Mi terruño, La Blanca, era inhóspito y seco, pero friolento en diciembre y en enero por los fuertes vientos que bajan del monte Los Chimalapas. Verde sólo en época de lluvia, con un río que estaba limpio y gozaba de agua abundante; Puerto México, al contrario, era lluvioso, con un norte que zumbaba y nos regalaba sus tolvaneras de arena, y con esto era parecido al viento que bajaba de la serranía azulada de mi pueblo.
El puerto era cálido y tierno, cuando el tiempo era propicio. Más todavía, cuando miraba a la luna luminosa, plena y grandota, salir como si emergiera del río. Esa ilusión sucedía, porque en la esquina de Corregidora, inicia la bajada de la calle Lerdo, y la luna, si venía redonda y brillante, daba esa sensación.
En La Blanca, la luna nacía de un cerro grandote pero ralo de árboles, que tenía frente al solar de tierra dura donde vivía. Así la vi nacer en ambos lugares,  y  hasta ahora, su hechizo, me sigue encantando como pechos de mujer, sin atinar a descubrir por qué.  Tal vez porque las mujeres están hechas de luna, y nosotros los hombres, de sol.
Las calles del puerto eran arenosas, semiplanas o con hondonadas y abruptas lomas de arena; las  había  también con lagunas que se formaban con la lluvia, ahí donde el agua se estancaba por no encontrar salida. Cuando llegaban, seguro que las calles se inundaban, de igual modo el vecindario, cuyo espacio terroso no aguantaba tanta agua.
Si llovía en la madrugada, el crepitar de las gotas en los techos de láminas de zinc, me despertaba, por muy dormido que estuviera. Era porque la lluvia caía igual a un galope de caballos desbocados, en ese cuarto que compartía con mi madre y mis hermanas.
Una ciudad lluviosa y viento zumbón acarreando arena, era el Puerto México que conocí en los años sesenta. Un pueblo triste y soleado, reseco y polvoriento el de La Blanca. En ambos dejé enterrado el corazón de mi niñez.
Del primero recuerdo su arenero pegándome en la cara y el ulular del viento fuerte y sonoro; del segundo, la soledad y el grito de la abuela gritándome: chiquitío, donde andas, o su regaño brusco, inmisericorde de un zapoteco ya españolizado: puerta gabiá, que traducido significa vete al diablo.



Estancia en el callejón Z-1
A los seis años, mi vida transcurrió  por breve tiempo en la colonia Esfuerzo de los Hermanos del Trabajo, cerca de la estación del ferrocarril, lo que me permitía escuchar el silbato del tren, cuando llegaba y cuando partía. Lo recuerdo como un ciempiés de fierros renegridos, que echaba humo y hacía temblar la tierra a su paso.
Donde vivía era una vecindad de muchos cuartos, en cada uno vivía una familia de  diferente cultura, color y procedencia. Avecindados que igual que mi madre, pensaban haber llegado a la tierra promisoria.
El callejón estaba cerca de la cantina  Los Panchos, pasando las vías, a la altura de la calle Carranza. Todavía ahora, mi memoria vislumbra esa hilera de cuartos de madera y láminas de zinc, fresco por los árboles que había en el patio. El lugar está todavía, pero ya no es el mismo. La modernidad logró cambiarlo en algo más habitable.
En aquellos años me movía entre charcos de agua sucia y el silbato del tren. Revolcándome en el lodo, con el olor del azufre y el sabor de fierros oxidados, crecía y andaba en esa vecindad poblada por trabajadores que procedían de muchos lados. Puerto México comenzaba a poblarse a causa de su proceso de industrialización.
Ahí sobreviví una primera etapa de mi infancia, hasta que mi madre, por  causa de no tener con quien dejarme al cuidado, me regresó de nuevo a mi pueblo, para luego, al cabo de tres años, traerme otra vez. Desde esa ocasión  ya no me fui, salvo algunas veces. Y aquí estoy, viviendo más allá de la media centuria para contar mi propia historia.

callejón z1 col esfuerzo de los hermanos del trabajo
Callejón Z-1 en la colonia Esfuerzo de los Hermanos del Trabajo, en los 60s
(Foto Familia Altamirano Martínez)

Un duro castigo
Mi madre, que se empleaba de cocinera en el restaurant Frontera,  al irse al trabajo, me dejaba al cuidado de mi hermana Rosario, quien, debido a su pata callejera, cogía camino y se metía en todos los vecindarios, como gatita que husmea el olor y sabor de la comida.
Fue en ese lugar donde conocí, por vez primera, el guiso de arroz, colorado, sabroso, que una señora, cuyo nombre no recuerdo, me invitó un medio día, pero también el primer castigo duro como el fierro, que mi madre me dio.
A veces, por hambre, dado que ella llegaba tarde del trabajo en el restaurant de don Joaquín de la Torre y Josefa Gerónimo, ubicado en la tercera calle de Hidalgo, yo y mi hermana, cogíamos a veces dinero para comprar tamales de elote que las vecinas mercadeaban.
Una de esas tardes, mi madre llegó, buscó donde había dejado su dinero, pero no lo encontró completo. Le faltaban cinco pesos. Me preguntó por él, pero le respondí que no sabía. En efecto, esa vez no habíamos tocado un peso para los tamalitos. Pero ella no me creyó. Por más reacción, cogió una chancla y me castigó duramente, lo que hizo acostarme en el petate que usábamos por cama, transido de dolor y tristeza ante el castigo recibido. Lloraba mi suerte, cuando debajo de un viejo ropero, detenido entre la pared laminada y el piso, estaba el billete de cinco pesos.
No se lo dije a mi madre, tan solo alcancé a pensar lo injusta que había sido conmigo. Desde esa vez, nunca volví a cogerle el escaso dinero que ganaba, pero también nuestra relación familiar no volvió a ser normal, aunque con el tiempo, el castigo aparentemente se haya olvidado y hayamos compartido muchos años juntos.

Mi niñez en La Blanca
Cuando doña Flavia García, mi madre, me regresó a La Blanca, me quedé al cuidado de Elvia García, una prima, hija de mí tía Rosa, a quien siempre le dije tía Elvia, por ser mayor que yo.
Ella se había casado con un ixtepecano de nombre Antonio Enríquez, a través de quien conocí el cine, porque, aparte de campesino, operaba el proyector de las cintas, en el cine de Vito Pelón.
El cine no era más que un patio amplio, donde se colocaban tablas largas,  sostenidas por cuatro patas, que eran los asientos. Frente a esas bancas, estaba una pared de ladrillo, encalada, donde la imagen se reflejaba. El lugar donde el equipo de proyección se colocaba, era una torrecita de madera, a la cual se accedía por una escalera, por donde mi tío subía para operarlo. Entonces comenzaba la función.
Cada que había película, iba de acompañante y veía las cintas mexicanas de Antonio Aguilar, Luis Aguilar y Jorge Negrete. Películas de pueblos rurales y conflictos interfamiliares, cuyos pleitos sucedían en las cantinas.
Tales cintas me derivaron a pensar que las cantinas eran lugares malos y que los borrachos eran muy violentos. Tal vez eso me haya salvaguardado para no frecuentar desde joven esos lupanares, sino hasta mucho después de esa edad, cuando perdí el miedo y le encontré el lado amable. Así, las cantinas durante muchos años fueron mi centro de visita obligada cada sábado, no por la cerveza, sino por las meseras, que a veces, estaban mejores que las de afuera. Cada borracho tiene su razón para llegar a una cantina. La mía siempre fue esa.
En La Blanca me tocó vivir una infancia distinta a todos los demás niños. Lo que me correspondía en época de siembra o de vacaciones escolares, era acompañar a mi tío Antonio a la quema de desmontes, limpia, siembra y cosecha; por las tardes, ir a comprar la escasa comida que se podía para la cena: un peso de queso, un medio kilo de azúcar o un tostón (lo que hoy es cincuenta centavos) de café, o cuidar a los dos primeros hijos que procreó mi tía.
A veces, iba a vender  entre el pueblo, empanadas de leche o cualquier otro producto que mi tía elaboraba para lograr la sobrevivencia. Difícil etapa la que me tocó, porque a veces apenas si había "palomita blanca" para comer, es decir, la pura tortilla con sal como único alimento.
No sé si por carácter propio o por saberme acomodar a las circunstancias, o los dos aspectos a la vez, pero en ese tiempo, asumí el rango de hijo mayor, cuyo papel era más trabajo que juego, sobre todo en época de siembra o de cosecha.
Por ende, mi primer juguete no fue un carrito, sino un machete al cual había que sacarle filo con la piedra de afilar, que por no hacerlo bien, a veces me cortaba. También aprendí a sembrar maíz o ajonjolí, cuyo jornal de todo un día valía cinco pesos. El camino era largo para llegar a la parcela y la paga poca, pero los niños de pueblos rurales empobrecidos, no pueden imaginar otra situación, que la que las circunstancias sociales imponen.
 En aquel tiempo no soñaba con un destino distinto a la vida que me había tocado, sino apenas soñaba con tener un pedazo de tierra para sembrarla y cosechar. Esa era toda mi aspiración. Lo quería porque ese era mi contexto cultural y mi mundo: el campo cubría todas mis expectativas. No había más. El pobre no puede aspirar más que al disfrute de su propia pobreza. Solamente después de muchos años, es que comprendo porque los campesinos no pueden aspirar a otra vida distinta al que su propio ambiente les ha impuesto.
Todo este pesar encontraba su compensación con el cine y con un fusil de madera, que un día mi tío me regaló. Labrado a mano, el rifle era igual a uno real y a los niños les encantó. Tanto que una tarde, en la escuela,  jugando a los balazos durante el recreo, algún niño más vivo me lo desapareció, sin que valiera algún reclamo para que me lo regresara. El autor del robo de ese fusil, nunca lo devolvió.
Lo que más me gustaba de mi pueblo era la llegada de la lluvia, porque crecía el caudal del río.
Recuerdo que hubo un año en que llovió por tres días seguidos, que el río inundó al pueblo. Esa vez, después de que bajó la creciente, nos bañamos mejor que nunca en sus aguas caudalosas. Era un agua limpia y transparente, cuya frescura permitía disfrutar la vida campestre en La Blanca. En esa época de agua abundante, solíamos por las tardes o las mañanas cuando no había qué hacer, coger el anzuelo o la pichancha para pescar sardinas, que luego, fritas en aceite era un manjar sabroso al paladar.
El  otro gusto  era diciembre, porque el día 25 de ese mes, cada familia elaboraba dulces (de camote, limón, estorrejas y chilacayota) y tamales, y la tía me mandaba a dejar dulces a los parientes, y por llegar con ese presente a las casas, los agraciados me recompensaban con dinero, que iba de un tostón hasta un peso, que en aquellos años, era bastante para cualquier niño.
Como es evidente, mi infancia no fue alegre y versátil, sino reseca y fría como el viento que bajaba de la serranía azulosa, ubicada al norte del poblado. Reseca, no por el páramo natural del pueblo, sino en el alma, que en lugar de afectos, fue guardando soledades y carencias de toda clase. Fría, porque no supe en esa etapa infantil el significado de un abrazo familiar. Mi madre y mis hermanos andaban por su lado buscando la subsistencia, en tanto yo había sido puesto al cuidado de un joven matrimonio. Obligado a sobrevivir por encima de cualquier circunstancia, no me quedaba más que trabajar.
Por eso, a muchos años de distancia y con la experiencia que da la vida, puedo afirmar que la desnudez de mi cuerpo, porque en esa etapa los niños siempre andábamos desnudos, reflejaba mis propias carencias económicas y afectivas.
Más que de agua del río, me bañaba cotidianamente con la soledad, hasta decir basta. Para ir a la escuela, a trabajar o para lo que fuera, la soledad fue siempre mi compañera. Ese fue mi ambiente afectivo y cultural en el cual me desarrollé. No había más.  Sigo igual. Con la salvedad de que ahora, siempre me acompaña un libro. A veces pienso que me llené de tanta soledad, que para no ahogarme en ella, empecé a escribir poesía, y a través de cada poema, es como la reparto a los lectores que padezcan lo mismo. Al respecto, en un libro publiqué esto:
La soledad no tiene años
Está conmigo desde que vivo
En su patio juego a ser otra mañana
Que no tenga el frío ni la neblina de la casa
La miro todos los días
Despreocupada
Que sea seca
Viuda
Oscura y quieta
Llanto y triza.

La casa de mi pueblo
En La Blanca, vivía en una pequeña casa de teja y adobe, pasando el río; Cheguigo  nombran al lugar, que en lengua zapoteca quiere decir al otro lado del río. Esa casa todavía se conserva, pero ya no me pertenece. La vendí en un arrebato mercadológico. De ella sólo me queda el recuerdo y una fotografía, así como un cuento que escribí en amor a ese amplio patio donde quedó mi infancia revolcada. Pongo la foto ahora; el cuento, algún día lo verán en otro libro.





Esa casa la construyó mi madre en el solar que durante mucho tiempo fue su propiedad, herencia única que le tocó, porque el ganado que tuvo don Damián García Ordaz, mi abuelo, fue repartido desventajosamente entre los hermanos varones: Esteban y Ricardo. El primero, tuvo que salir de mi pueblo huyendo, al iniciarse un conflicto en el que la sangre de los hijos estaba de por medio, y que aquí ni caso tiene contarlo; el otro, por el gusto a las mujeres y el juego, corazón de artista y de torero, porque mi tío Ricardo no sólo aspiró, sino que vistió el traje de torero para probar suerte, pero se le cruzaron el juego y las mujeres, cuya consecuencia fue que en poco tiempo dilapidara la fortuna (ganado y terreno) que le había tocado, y al carecer de ella -sin previo aviso- abandonó a la familia, dejando a la intemperie a los tres hijos que había procreado con mi tía Ernesta Toledo.
Dicen que mi tío con su corazón de artista de la toreada, abrazó el mundo, en busca de otras aventuras que lo llevaron hasta Guatemala. Con el paso del tiempo, regresó sin un peso en la bolsa, ni casa donde guarecerse de la edad. Así murió, solo y abandonado, sin nadie que se condoliera de la suerte que él mismo se labró.
Mi madre, en cambio, al tocarle solo dos cabezas de ganado, con el argumento de que era mujer y no había más para ella, o porque ya se había separado de su segundo marido, hubo de emigrar a Puerto México y alquilar su fuerza de trabajo en los restaurantes y casas particulares, para así lograr su propia sobrevivencia y las de sus cuatros hijos, que con ella permanecían: Mélida, Alicia, Rosario y quien esto escribe; el otro, de nombre Rafael, se había quedado con don Venancio Pérez, mi padre, en Niltepec, siguiendo otra ruta y destino, muy distinto a las de nosotros.


Mis primeros maestros
Fue en La Blanca, en la escuela Ricardo Flores Magón, donde estudié mis primeros dos años de educación primaria. Bajo el sistema silábico aprendí a deletrear mi nombre y lo que pudieron enseñarme mis dos primeros  profesores: Efraín Ortiz y Gema Nolasco, a quienes no olvido, porque de ellos algo aprendí.
Al primero lo recuerdo una tarde, en una escena singular: armado con un rifle, se parapeta tras un árbol, como si estuviera defendiéndose de ciertos perseguidores que querían matarlo. Así lo vi, cierta vez en que le dio por tomarse de más las cervezas, vicio al que se inclinaba, debido tal vez a sus propios problemas personales. Sin embargo, en juicio era un maestro preocupado y amistoso.
Sigue vivo aún, y es igual de parrandero y mujeriego, con sus casi noventa años a cuestas, ya separado de su antigua mujer, aunque comparta con ella el mismo solar.
A Gema Nolasco la rememoro por el llanto suyo, y el amor que ocasionó en mi alma infantil, cierta vez que el maestro Efraín la hizo llorar en el salón, frente a nosotros, sus pequeños alumnos.
De esa época escolar, es  esto que nunca se ha borrado de mi mente: mi madre había llegado de visita a La Blanca. Yo estaba en la escuela cuando me avisaron. Cuando llegué a la casa, en lugar de correr a abrazarla como cualquier niño normal pidiéndole dulces o juguetes, me puse a llorar y a desquitar mi enojo tirándole piedras y a decir que ella no era mi madre. Que se fuera, le pedía. Ignoro cuál haya sido la causa de esta actitud, pero supongo que tenía que ver con la soledad y el abandono en que ella me tenía. Con el paso del tiempo, creo reconocer que era una respuesta del subconsciente ante la soledad y el abandono en que sobrevivía la infancia. Pero también, creo ahora, que si mi madre no hubiera decidido venir a Puerto México, no hubiera conseguido lo que soy, mucho menos haber escrito lo que ahora pienso.

De nuevo en el puerto
Para 1963, de nueva cuenta mi madre me trajo al puerto. Pero como ya estaba el puente Calzadas y viajaban los Autobuses Gustavo Díaz Ordaz de Puerto México hasta Salina Cruz, ya no hice el recorrido en tren. La terminal en esa ocasión, estaba en la tercera calle de Rodríguez Malpica, frente a la automotriz Candanedo.
Fue en esa época, cuando ingresé al tercer grado en la Escuela Vicente Guerrero, un centro escolar de mucha tradición académica, que además de servir como  escuela para infantes, a partir de las seis de la tarde, se convertía en escuela nocturna para trabajadores.
Era mi segundo arribo a esta ciudad arenosa y ventolera, olorosa a azufre y sal de mar, con atardeceres de ensueño a la orilla de la playa, todavía con el mercado Coatzacoalcos, construido de madera y lámina, con sus comerciantes provisionalmente establecidos en el arriate, mientras se reconstruía en el mismo sitio, otro de material de concreto, que aún persiste.
En este segundo arribo al puerto tenía diez años de edad. De él tengo presente  cómo la cultura de nuestro contexto es determinante para actuar, y cuando se sale del entorno, se realizan acciones como esta que aquí cuento:
La tarde que llegué de La Blanca, afligido por una necesidad fisiológica, pregunté a mi madre donde podía obrar. Me señaló el baño. Entré y observé la taza blanca. Acostumbrando en mi pueblo a usar el monte para satisfacer mis necesidades personales, no sabía que había que sentarme en ella para cumplir mi cometido. Al ignorar para lo que servía, defequé sobre el piso y me limpié con el papel que ella me había dado.
Satisfecha la urgencia, reflexioné que no podía dejar la suciedad sobre el piso. Entonces, mi mente me alumbró el proceder. Recogí con el papel el producto, lo tiré a la taza, y por intuición espontánea bajé la palanca. Reflexionando ahora esta situación, me doy cuenta que somos producto de la cultura del contexto en el cual nacemos y nos desarrollamos, y que ella determina la acción según se asimila. Pero eso lo sé ahora, no en aquel tiempo cuando acababa de llegar de La Blanca, cuyo ambiente cultural era distinto al que prevalecía en la ciudad.

El vecindario de la calle Lerdo
Una vez  en la ciudad, mi madre me enseñó el lugar donde trabajaba. El restaurant La Especial de don Mario Tafoya y Lilia Jacoba González, en Zaragoza 316. Fue el primer domicilio que conocí del puerto. Me acuerdo porque ahí ocurrió el suceso ese de la necesidad fisiológica.
De ahí nos fuimos a la cuarta calle de Lerdo, lugar donde pasé la mayor parte de la niñez. De un vecindario a otro, pero siempre en la misma calle. Poco a poco fui conociendo los secretos que guardaban sus calles, las costumbres de sus habitantes y deslumbrándome por eso que la ciudad era: chiquita, querendona, con sus ventiscas inesperadas, pero apacible. La mayoría de sus calles no estaban pavimentadas, salvo las del primer cuadro.
En esos años, los vecindarios estaban construidos con madera y lámina. Eran pocas las casas de material. Había dos de esos vecindarios, el del 408 y el 410, que colindaban hasta la calle Revolución, lo que me permitía mantener relaciones con los niños que vivían en ella.
Algo que recuerdo de los vecindarios, es que algunas casas como las de Lerdo 408, tenían piso de madera y no de cemento. Cuando así pasaba, a causa de los nortes, se formaba un claro grande entre la arena y el piso de madera.
En aquella época, sin luminarias suficientes ni en la calle ni en los patios, los huecos que había entre el piso de madera y la arena, servían para jugar al escondite con los niños y niñas del vecindario.
De los juegos colectivos, recuerdo a María y a Marcos. A María, porque ella nos enseñó que el juego de esconderse tenía su secreto y emoción. De Marcos, porque él fue quien nos contó  ese acontecimiento.
María era morena, alta, de unos trece años. Debajo del vestido ya se veía el despuntar de unos senos todavía en botones:
–Vamos  a jugar, chamacos, –invitaba.
Era de todas las noches jugar a las escondidas, nuestro juego preferido cuando ella participaba.
Así, alguien contaba hasta cincuenta y uno y medio, mientras todos corríamos a escondernos. Los más despiertos, como Marcos, buscaban  cualquier resquicio oscuro atrás del vecindario, donde había una casa con mucho espacio para esconderse bajo el piso de madera. Pero él no se escondía solo, sino con ella.
–Escóndanse    con María –nos invitaba Marcos.
–Por qué -Preguntábamos.
-Se deja tocar y besar –añadía con una risita maliciosa.
Eso nos pareció en aquel tiempo extraordinario por las sensaciones que nos producía. Y que nuestra imaginación agrandaba o empequeñecía, según lo avispado que fuera cada quien.                                                   
Así se fue corriendo la voz, hasta lograr que todos quisiéramos  escondernos con María.
En mi caso personal, nunca pude esconderme con ella, pues otros más vivos me ganaban la delantera. Aunque el suceso no duró mucho tiempo. A los pocos meses, María se había ido del vecindario. 
Pese a eso, seguimos jugando el juego, pero no había la misma sensación que nos ocasionaba cuando María estaba. Pues sea que te tocara, sea que no, nos producía un ambiente más vivo.
Así se fueron pasando los días y los meses, cuando jugar a las escondidas era lo más emocionante que podía suceder en nuestro círculo de chavales, en esos años de los sesenta, cuando todavía no había luminarias en las calles y muchas familias como la mía, usaban un quinqué de petróleo o lámpara de gasolina; pero las calles eran escasamente alumbradas con focos de sesenta voltios.
Cuando, por nostalgia infantil, regreso al lugar, no lo reconozco. Hay nuevas edificaciones, nuevos dueños. Sin embargo, estar en esa calle me recuerda esos juegos infantiles y los chavales con quien los jugué. Recuerdo a Sergio Cortés, José Utrilla, Marcos Juárez, los hermanos Narciso y Luis, que eran chiapanecos; Raúl Trinidad, Gaspar Monforte, Miguel Ángel Armas, Los hermanos Correa: Amparo, Mariano, Henry y Guillermo; Chabelita, la que más tarde fuera novia de Carlos Abad, el flaco; a Salvador, hermano de la Chabelita, que más grande le entrara macizo a la mariguana, aunque para eso ya vivía en la cuarta calle de Madero; Ariel Lemarroy y sus hermanos: Mayín, Darío y Sergio, Juan Blanco, a quien le pusimos Satán, porque era primo de Ramón González, mejor conocido por El Diablo; Raúl Chantires, los hermanos Pichardo: Araceli, Columba, Ernesto y el más chico, a quien  le nombrábamos Bala, pero se llamaba Guillermo; de Ramón, un chaparrito y peleonero, de familia yucateca, y de Lupita, que tenía problemas con una pierna, con quien todos jugábamos tirito a las canicas y a la comidita; por supuesto, a María, con quien  muchos preferían esconderse bajo las duelas de las casas.
Conviví también con el otro Chicho Mayorga, bastante pendenciero, cuyo hermano, que era electricista, murió electrocutado. Lo supe porque éste era pretendiente de mi hermana Alicia; Miguel Alcocer y sus hermanos: Raúl y Rogelio, y otros  más que escapan a mi memoria en nombre, no en perfil.

Fue en esta vecindad que conocí a Onofre, un muchacho que provenía de un pueblo cerca de Acayucan, y que gracias a él conocí por vez primera, el sabor de las jaibas cocidas que los jaiberos vendían casa por casa en el Puerto México antiguo.  Pues bien, Onofre tenía dos hermanas, Isabel y Esperanza. Isabel ya era señorita, y trabajaba de mesera en un restaurant. Esperanza, con apenas unos cinco años, gustaba mucho platicar y jugar conmigo. Con ella me ocurrió una historia que ahora les voy a contar.