miércoles, 30 de noviembre de 2011

ANÉCDOTAS DE LA BLANCA




Samuel Pérez García
Ocurrió a principios de los años 60s del siglo XX. De pronto comenzó a llover y a llover. Llovió durante unos tres días. El río creció, tanto que se metió al pueblo. Mi tía Anastasia García Toledo, que vivió a unas cuantas casas de la Iglesia esa vez le entró el agua. Igual que a muchos pobladores.
Cuando llovía mucho, el río tenía bastante agua y las familias que vivieron esa época, gozaron de sus aguas limpias y cristalinas en el baño, para lavar la ropa, y también como fuente de sardinas y mojarras pequeñas. Lo que hacíamos los niños de ese entonces, era comprar anzuelo en la tienda de Felipe Gómez, y por las tardes, salíamos a pescar bagres y sardinitas, que luego, se hervían en aceite. Era una comida sabrosa. Las mujeres, al tiempo que lavaban la ropa, ponían un pichancha de barro, la untaban de masa para pescar sardinas. Combinaban así, la tarea hogareña con la de proveerse del alimento que el río proporcionaba.
Otro pasatiempo de esos años, era la caza de tórtolas y palomas azules. En mi caso personal nunca pude matar ninguna, pero mi tío Antonio Enríquez, pudo hacerlo con su rifle o con el tirador de hule. Cuando las palomas llegaban, mi tía Elvia García, las desplumaba, las untaba de ajo y sal, y las ponía en la lumbre de leña. Cuando así pasaba, comíamos sabroso.
De regreso de la escuela, todos los niños que vivíamos en Cheguigo, nos veníamos juntos. En el paso del camino, había un árbol, al cual jugábamos a subirnos y tirarnos desde una de sus ramas que colgaban. Una tarde, quise proceder igual a lo que todos hacían, pero me equivoqué al tirarme y caí de panzazo, lo que me dejó un rato atolondrado. Desde esa vez, dejé de jugar a treparme al árbol y aventarme de sus ramas.

RETRATOS DE FAMILIA

RETRATO DE FLAVIA GARCIA TOLEDO (1913-2000) FUE HIJA DE VIRGINIA TOLEDO Y DE DAMIAN GARCIA ORDAZ. LA FOTO ES CUANDO ELLA TENÍA QUINCE AÑOS. VIVIÓ EN CHEGUIGO, PERO A PARTIR DE LOS AÑOS 60 DEL SIGLO PASADO EMIGRO A PUERTO MEXICO, DE DONDE REGRESO A PARTIR DE 1985, HASTA EL AÑO 2000 EN QUE MURIÓ.
SUS HIJOS FUERON: MELIDA, RAFAEL, ALICIA, ROSARIO (+) Y SAMUEL PEREZ GARCIA

lunes, 5 de septiembre de 2011

jueves, 1 de septiembre de 2011

ORIGENES DEL NOMBRE


¿EL ORIGEN DEL NOMBRE DEL PUEBLO DE  LA BLANCA?

Samuel Pérez García


Según algunos ancianos del lugar, a quienes entrevisté hace muchos años, me dijeron que anteriormente este era un rancho que pertenecía al dueño de la “Hacienda la Marquesana”, quien vivía en La Venta, pueblo perteneciente al municipio de Juchitán, Oaxaca. Su nombre anterior era “Llano Grande”, porque en dicho lugar pastaba ganado cimarrón.

Pero también dijeron que el nombre se debió a que los rancheros se encontraron cierta vez a una vaca blanca, a quien trataron de lazar sin que nunca lo hubieran conseguido. Otros dicen que aquí se llamaba “Tierra Blanca”. Lo cierto es que ahora a este pueblo de varios cientos habitantes se le llama La Blanca y está ubicado sobre la carretera panamericana, entre Niltepec y Santo Domingo, Ingenio. El pueblo perteneció políticamente al municipio de Niltepec hasta 1934 aproximadamente, después pasó al municipio de Ingenio Santo Domingo. Entre ambos municipios está el pueblo, pero para entrar a él hay que caminar unos dos kilometros hacia adentro, camino actualmente pavimentado.





Un dato de la memoria

Algo que hay que recordar de este pueblo, es que quienes nacimos a principios de la década de los años 50 del siglo XX, el suscrito nació en 1953, gozamos la vida de manera muy diferente a estas nuevas generaciones: en primer lugar, las aguas caudalosas del río que pasa a un lado del pueblo. En julio, agosto y septiembre de esos años, hasta todavía los primeros años de los años sesenta, los niños de aquellos entonces, nos bañabamos en esas aguas limpias, y cogíamos nuestro pedazo de masa y un anzuelo para pescar las mojarritas, sardinas o los bagres, que luego paraban en el sartén y terminaban en un plato sabroso, que se acompañaba de tortillas hechas a mano. Ahora en el pueblo no existe ni río, ni sardinas, ni tortillas hechas a mano. En la medida en que el mercado capitalista entró al pueblo, fueron cambiando las costumbres y los modos de vida.


informantes: Profr. Efraín Ortiz y Ricardo García.





























































UN CUENTO


LA BLANCA DE AQUEL ENTONCES.


Potrero que está ubicado cerca del Panteón del pueblo La Blanca.


Samuel Pérez García.[1]



Don Emeterio iba y venía con la pachita de tigre bajo el brazo. Se paraba en una esquina. Miraba hacia el cielo como suponiendo que fuera a llover, aunque hubiera un sol intenso. Paraba a quienes querían escuchar la historia de Valentín de Dios, un muchacho de ese pueblo asentado a las faldas de una serranía azulada del istmo oaxaqueño.

-Yo lo viví y por eso lo debo contar, decía don Emeterio y comenzaba  su relato...

Cuando Valentín de Dios despertó,  el lucero madrugador estaba en el lugar de siempre. Desde su catre, miró la luna por un claro de la pared. Soñoliento aún, recordó que en el sueño una mujer desnuda lo llamaba desde el lindero de su potrero. Era de una cabellera negra y larguísima, resplandeciente con el sol del mediodía. Varias veces le llegó ese mismo sueño durante toda la noche, y con las mismas, despertó sobresaltado, inundado por un desasosiego, que no se le quitó ni en la vigilia. La voz de su nana llamándolo a merendar, le desapareció la visión.

Apenas comió esa vez. Apuró brevemente dos tazas de café recién hervido, se colgó al hombro su morral de memelas, el machete y el pumpo con agua. –Hoy vengo temprano, nana –dijo al traspasar el umbral de la casa. Y se fue hacia el sur, por la vereda del río, camino a la milpería. Muy adelante, al pasar bajo la sombra de unos amates, sintió un escalofrío sobre su espalda. Miró hacia arriba y vio los luceros mecerse en el firmamento. La tranquilidad de la madrugada volvió a inquietarlo incisivamente.

Durante toda la mañana se dedicó a la faena. Concentrado en su deber, no sintió que el sol le fue ganando terreno. Y no se hubiera dado cuenta, si no fuera por un siseo, que como arrastre de culebra, le pareció oír  en intervalos.  Volteó por donde creyó escucharlo, pero no vio nada. Es idea mía –pensó. Siguió cortando el monte, mojándose del sudor que le resbalaba por la frente y los brazos, humedeciéndole su camisa de popelina blanca.

Cuando creyó haber dado la última tarascada, hizo un descanso breve. Levantó su vista hacia el sol y se quedó momentáneamente enceguecido. En eso oyó de nuevo el lejano siseo, pero ahora más intermitente. Mantuvo abierto los ojos como para cerciorarse de que no dormía, que todo era producto de la imaginación y la resolana. El siseo siguió insistente, trastornándolo. Quiso aguantar un poco más la tentación de voltear, pero ésta lo ganó. Giró en media vuelta por donde el sonido provenía. Lo que vio casi lo derrumba.

Una mujer desnuda, parada en el límite de la cerca, lo llamaba. Una cabellera negra y larga le bajaba hasta las caderas redondas, semiocultas entre los espinales. Con el sol, la piel blanca fulguraba  como las piedras lisas en medio del camino. Ella extendió los brazos en franca invitación. Él apenas lo percibió entre su asombro y el sopor. Sorprendido como estaba, Valentín de Dios cerró los ojos como para percatarse de que lo visto únicamente era el recuerdo del sueño anterior. Pero el siseo siguió hostigándolo. Lo oía como los quejidos  de una mujer en clímax. Oyó también el volar de las calandrias y el piar incesante que hacen al construir sus nidos. Eso creía, cuando abrió los ojos de nueva cuenta. Y entre la confusión y la somnolencia, dio el primer paso en busca de la mujer, que dejaba asomar por entre los bejucos, sus erguidos pechos.

Rumbo a su encuentro con ella, Valentín de Dios sintió que su cuerpo se aflojaba y que la distancia se acortaba más y más. A casi un paso de la mujer, le pudo notar el nerviosismo de sus pezones, que relucían entre el ramal y la hojarasca. Él estiró sus manos, temblorosas ante el inminente roce. Clarito sintió cómo la fue acariciando, cómo le revoloteó los cabellos que se dejaron atrapar entre sus manos ásperas. Cuando la mujer le dio la espalda, Valentín de Dios conoció la suavidad de sus caderas en el arco de su entrepierna. Para ese instante su respiración comenzó su cabalgata brusca, intensa.  Aspiró el aroma de monte y perejiles, que ella le ofreció bajo la sombra de unos tamarindos. Y se grabó en la memoria, la sonoridad de su risa: sus quejidos como de gata en brama bajo la luna llena.

Valentín de Dios ignoró el tiempo que pasó al lado de la mujer. Tampoco se dio cuenta, si caminó alguna  distancia, pero el día que lo encontraron, apareció por los cerros que están al norte del poblado. Llegó sin huaraches y sin camisa, lleno de rasguños en el cuello y en el pecho, ardiente por una calentura que lo mantuvo en cama durante varios días.  Dicen que en sus últimos delirios, lo acompañó una sonrisa larga y dulce, que ni el padre Miguel pudo desbaratar con sus oraciones.

Un día de esos, mientras duraba en cama, como a la media noche, don Emeterio dijo haber visto salir de la casa del enfermo a una mujer de cabellera larga y negra. Le llamo la atención por la túnica blanca que vestía. Caminaba a saltitos, como si en lugar de pisar la tierra, la sobrevolara. La pudo ver porque la luna esa noche estaba llenita, con una luz tan intensa que alumbraba todos los agujeros, hasta los del alma.

-“Verdad de Diosito lindo que no estaba borracho. Así como se los cuento, así la vi”. Les decía a los demás durante el velorio y los días por venir, como para que le creyeran la versión del acontecimiento sucedido en La Blanca  de aquel entonces.
















[1] El autor es Maestro en Filosofía. Escritor de cuentos y poeta. Profesor de la Universidad Pedagógica Nacional, Unidad 305 en Coatzacoalcos. Nació en La Blanca, municipio de Santo Domingo Ingenio, Oaxaca.